domingo, 12 de mayo de 2019

Las hispanorromanas y el campo

Juvenal describe a la mujer de la época de las guerras de Aníbal en el interior del pequeño hogar, rodeada de niños, abrumada por el trabajo de la cocina y de la casa. Había algunos remedios: ellas se sentían aliviadas con la protección de la magia (en el parto y en los trabajos más duros), gracias a ciertas piedras como la aetita. La función de las antiguas propietarias era la administración de los frutos del campo. Campo y despensa eran dos polos de un mismo hacer, y de la buena actuación de la mujer dependía el que toda la familia pudiera pasar el año sin problemas. Varrón escribió las Res rusticae a los ochenta años, y dedica la obra a su mujer (Fundania), que había comprado una propiedad en ese momento. En los comienzos de este tratado (I, 1, 1-4) describe a una mujer activa, seguramente mucho más joven que él, que había recogido una fortuna lo suficientemente amplia como para invertir en tierras. Seguramente era la herencia de su padre, C. Fundanius. Parece tratarse de una propiedad importante. La gran propietaria de la época romana solía serlo por matrimonio, pero la dote o las herencias proporcionaban también propiedades que solía administrar el marido.
Se conserva, procedente de Fiñana (Almería), una inscripción que describiría a una de estas grandes propietarias, C. Plancia Romana, la cual dispondría de un ingens praedium in agro accitano si tuviésemos la certeza de que no se trata de un falso Valeria Faventina, miembro de una familia de clarissimi de Tarragona, de finales del siglo a d.C, aparece en un largo epígrafe también como dueña de una propiedad rústica. En Arauzo de Torre, cerca de Clunia (Burgos) es conocida una Aurelia Iuventiana que era propietaria de unas tierras de labor por esa misma época.
Las mujeres libres, pero de escasa fortuna, trabajan asimismo en el campo. Su trabajo es difícil de distinguir del de la esclava. Las libertas relacionadas con grandes familias también podían llegar a comprar propiedades. Entre las esclavas había posiciones diferentes, según la proximidad a los dueños y según la época. El fenómeno de los contratados externos, frecuente entre los varones (los oboerarii de Varrón), no afecta a las mujeres. Muchas esclavas domésticas vivían mejor que algunas mujeres libres. En general, las esclavas trabajaban en labores agrícolas duras, de resistencia, aunque exigieran tal vez menos fuerza que las desempeñadas por los hombres. Ése podría ser el caso de la siega de cereales, el arrancado del lino o del esparto, la recogida de frutos, como la aceituna para comer o para fabricar el aceite, el espigado de los restos de la siega, o la eliminación de malas hierbas.
La figura de la villica, como delegada de una rica propietaria rural, está muy presente entre los agrónomos latinos. Ella liberaba de una importante parte de las obligaciones de la labor matronalis a la propietaria, de forma que entre las tareas de la villica a veces se incluiría la conservación de alimentos y su distribución a lo largo del año, su elaboración en la cocina, la limpieza de las dependencias del hogar, colaborar en el cuidado y educación de los hijos de casa, el hilado, tejido y manufacturas para uso propio de la familia, el control del trabajo de los esclavos y esclavas, etc. Como su marido, el villicus, esta encargada o trabajadora de confianza debía saber leer y escribir y tener una cierta instrucción,... especialmente de las cuestiones agrícolas y ser un ejemplo trabajando igualmente.
Es difícil decir si las abundantes villae romanae activas en la Península Ibérica disponían de una organización social como la descrita en las obras de Catón, Varrón, Columela y otros, pero es muy probable que así fuera. Muchas de ellas conservan la pars rustica bien desarrollada. Conocemos algunas con especial dedicación al trabajo del lino, ámbito muy cercano a las labores femeninas por excelencia: hilado y tejido. El ejemplo más interesante es el de la villa excavada recientemente en Énova, cerca de la Saitabis ibero-romana. Las enormes balsas poco profundas, utilizadas sin duda para el enriado de esta planta cultivada en extenso en los terrenos de la villa, nos permiten imaginar un duro trabajo que nada tienen que ver con la escena descrita por Plinio de un esclavo/a mojando las plantas en un recodo del río. La simple colocación de haces de lino, de los que cabrían miles en las balsas conservadas, sería un trabajo duro. Saitabi era famosísima por su lino y las manufacturas con él realizadas, como hemos dicho; Estrabón recuerda a los trabajadores del lino de Ampurias; en Tarragona se producía un lino blanco; el lino producido en Gades tenía fama para uso médico; el de Lusitania lo cita Estrabón, e igualmente famoso era el lino que cultivaban los Zoelae, en el noroeste peninsular.
Algunas labores que podríamos calificar de «industriales» o «comerciales» (fabricación de ladrillos, de ánforas como contenedores de líquidos), se consideraron siempre relacionadas con la agricultura por el hecho de emplear en su fabricación la tierra y el agua como materias primas. Por ello la confección y comercialización de estos productos estaba bien vista socialmente. Los grandes propietarios pasaban a ser así una especie de comerciantes encubiertos desde su posición de agricultores.

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