Según Polibio, en el año 237 a.C. Amílcar, después de reclutar un importante núcleo de tropas desembarcó en Gades, única posesión cartaginesa en la Península tras la sublevación de los íberos y utilizada como punta de lanza para las ulteriores campañas de ocupación.
Amílcar se lanza a la conquista del Valle del Guadalquivir y a su paso se opone uno de los primeros personajes míticos de nuestra historia, Istolacio, el caudillo turdetano (pueblo heredero de los tartesios), que logra unir contra el invasor a otros pueblos vecinos. Vencido éste y muerto en combate, un nuevo caudillo surge para relevarle, Indortes, el cual no tiene más éxito que su predecesor. Capturado junto a sus oficiales y, a fin de dar un escarmiento ejemplar al resto de los potenciales opositores a sus afanes de conquista, les tortura, les saca los ojos y, finalmente les crucifica. El terror surte su efecto y los pueblos de los alrededores deponen las armas y aceptan la ocupación cartaginesa.
La captura de la zona minera de Cástulo (Cazorla, en las cercanías de Linares), así como los tributos y botines de sus conquistas le proporcionó el prestigio y los recursos precisos tanto para afirmar su poder en la Península, como para satisfacer las necesidades económicas de la metrópoli, en especial el pago de la deuda impuesta por Roma. Así mismo, le permitió reclutar nuevos contingentes de tropas, indispensables para sus planes expansionistas.
En un avance arrollador, Amílcar se extiende hacia el Este peninsular y no sólo deja atrás la ciudad de Mastia, sino que llega hasta Akra Leuka (en las proximidades de Alicante), donde funda una factoría. Esta actitud le sitúa en plena violación de los Tratados vigentes con Roma en los que la ciudad de Mastia figura como límite del expansionismo cartaginés (1).
Ante esta situación las ciudades griegas de Massalia y Ampurias reclaman ante Roma, aliada suya, como otras ciudades ibéricas de la costa, entre las que se encontraba Sagunto (2).
En respuesta a esta demanda, el año 231 a.C. Roma envió a la Península una embajada informativa, al mando del cónsul Papirio (3). La actitud de cartagineses y romanos parece que fue, en todo momento, conciliadora y diplomática. El embajador romano le recordó al cartaginés la violación de los Tratados vigentes, así como el perjuicio que su conducta podía suponer para con sus aliados griegos. Por su parte, Amílcar se defendió arguyendo que su postura estaba motivada por la necesidad de conseguir la plata necesaria para satisfacer las reparaciones de guerra impuestas tras la finalización de la I GP. Roma, adoptando una actitud que parece responder más a satisfacer un trámite obligado para con sus aliados, que a un deseo de enturbiar sus relaciones con Cartago, se dio por satisfecha con estas explicaciones, zanjando el incidente (4).
El invierno del 229 a.C. lo pasan las fuerzas cartaginesas en Akra Leuka, donde se ven obligadas a reprimir, esporádicamente, pequeñas revueltas en sus proximidades. Una de las acciones militares que se llevan a cabo es el sitio de Ilici (Elche), donde se va a producir un hecho que provoca la muerte de jefe cartaginés. Al parecer, una noche, los aliados de los sitiados al mando de Orisson, rey de los oretanos (5), idearon una estratagema consistente en movilizar gran cantidad de carros tirados por bueyes con teas encendidas. Cundió la alarma en el campamento cartaginés al creer que se trataba de un poderoso ejército que se aproximaba contra ellos, lo que provocó el pánico y la huida desordenada de las tropas. El resultado fueron numerosas bajas, entre ellas la de Amílcar, que al parecer murió ahogado, aunque su cadáver no fue encontrado jamás.
Aunque inesperada, la muerte de Amílcar no supone grave quebranto de la situación. El poder cartaginés está bien asentado en la Península, sus arcas repletas, el ejército bien dotado y organizado, una sucesión asegurada y sin traumas y lo que, quizás, era más importante, Cartago había recuperado la confianza en sí misma como pueblo.
El jefe Bárquida dejó tres hijos varones: Aníbal, Asdrúbal y Magín; pero ante la imposibilidad de confiar el mando a ninguno de ellos, dado que todos eran menores de edad, el cargo recayó en su yerno, también de nombre Asdrúbal.
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