Si César perseguía ahora a Pompeyo hasta Grecia, quedaba expuesta su retaguardia a los ataques de las legiones de Pompeyo establecidas en Hispania. Después de entrar en Roma, conquistada Italia, y saber que Pompeyo había huido hacia Grecia, César se ocupó de las legiones de Pompeyo en Hispania, asegurando así su retaguardia para poder avanzar luego hacia Grecia.
El ejército de Pompeyo en Hispania contaba con siete legiones aguerridas mandadas por el cónsul de aquel año, Afranio y los dos generales Petreyo y Varrón (uno de los romanos más cultos de su tiempo). La generalidad de los pueblos autónomos peninsulares habían jurado fidelidad a Pompeyo, que seguía siendo el procónsul de Hispania. Pompeyo contaba con un gran apoyo en las tropas hispanas que, tras la muerte de Sertorio, lo habían aclamado como jefe, transfiriéndole su fidelidad (devotio). También contaba con siete legiones al mando de Lucio Afranio y Marco Petreyo, que dominaban la llanura del Segre, además de las tropas de Terencio Varrón, que mantenían la calma en Lusitania.
Una vez más, la Península iba a ser escenario decisivo de las guerras que decidirían el futuro de Roma. Con un ejército reducido, César se lanzó al ataque de Hispania con la estrategia definida por él mismo de "combatir primero un ejército sin general para luego combatir a un general sin ejército".
César dejó frente a Marsella, partidaria de Pompeyo, tres legiones y con el resto se internó en Hispania. Afranio y Petreyo se habían establecido en Lérida, a la orilla del Segre. En la batalla de Ilerda (Lérida), César derrotó a las tropas pompeyanas, que tuvieron que entregarse sin condiciones. En un acto de magnanimidad, César permitió que se marchasen los que no quisieran seguirle. La mayoría se quedó.
En la Bética, Varrón trataba de hacerse fuerte, pero César cosechaba mayores simpatías entre los locales porque estos recordaban con agrado todo lo que había hecho por ellos cuando era gobernador de Hispania. El consejo de notables de las principales ciudades se decantó por César y Varrón no tuvo más remedio que someterse a su enemigo, una vez
que sus tropas le habían abandonado. César dejó a Varrón en libertad. Toda Hispania quedaba así en poder de César, que dejó allí cuatro legiones y volvió a Marsella, que se resistía. Al final Marsella se rindió y César le dejó su autonomía.
Con la retaguardia asegurada, César partió para Roma, donde se hizo elegir cónsul para el año 48. A los once embarcó en Brindisi y pasó a Grecia, donde Pompeyo había tenido tiempo para reorganizar sus tropas. En el primer enfrentamiento, en la batalla de Dirraquium, César sufrió una derrota, pero consiguió huir con su ejército intacto y esperó otro momento para volver a enfrentarse a su rival. El enfrentamiento decisivo tuvo lugar el 9 de agosto del 48 a. C. en la llanura de Farsalia, en Tesalia (Grecia central). César obtuvo una victoria aplastante, gracias a un ardid táctico. Sus enemigos políticos consiguieron huir: Cneo Pompeyo Magno partió hacia Rodas y de ahí a Egipto; Quinto Cecilio Metelo Escipión y Marco Porcio Catón marcharon hacia el norte de África. La batalla supuso el fin de la guerra. De regreso a Roma, fue nombrado dictador. En 47 a. C., César se dirigió a Egipto en busca de Pompeyo, pero allí recibió la noticia de que su viejo aliado y enemigo había sido asesinado traidoramente en la playa por el rey Ptolomeo XIII el año anterior para ganarse así el favor de César. César, sin embargo, no solamente no apoyó este gesto, que le pareció de cobardía, sino que hizo liquidar a los traidores que habían vendido a su enemigo. La muerte de Pompeyo apenó a César, que lamentaba haber perdido la oportunidad de ofrecerle su perdón. Decidió intervenir en la política egipcia y substituyó al rey Ptolomeo XIII de Egipto por su hermana Cleopatra, que creía más afín a Roma y con la que tuvo un romance.
Tras las campañas de Egipto, César se dirigió al Asia Menor, donde derrotó a Farnaces rey del Ponto sin gran dificultad («Veni, vidi, vici»). Pasó luego al norte de África para atacar a los líderes de la facción conservadora allí refugiados, a los que derrotó en la Batalla de Tarso el año 46 a. C. Los soldados de César desobedecieron la orden de perdonar a los
vencidos y acuchillaron sin compasión al enemigo. Muchos jefes pompeyanos cayeron en la batalla y Catón se suicidó después de poner a salvo a varios de los suyos. César eliminaba así a sus mayores enemigos: Quinto Cecilio Metelo Escipión y Marco Porcio Catón. Pero los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto Pompeyo Fastulos, junto con su antiguo
legado principal en las Galias, Tito Labieno, consiguieron huir a Hispania. César tenía ahora que abatir la resistencia que quedaba en Hispania.
En Hispania, la crueldad de lugarteniente de César, Quinto Casio Longino, había provocado una sublevación de los pueblos hispanos. Muchos soldados de César intentaron asesinar a Longino. Estos soldados descontentos se pasaron a las tropas pompeyanas, que llegaron a disponer de una enorme masa de trece legiones, una fuera enormemente peligrosa para César. En el sur los abusos de Varrón en la provincia Ulterior causaron descontento entre los nativos.
Bajo César se repitió de nuevo la historia de los expoliados pueblos hispanos: otra vez unos y otros contendientes buscaron explotar a su favor el descontento de las ciudades de Hispania por las continuas y brutales exacciones. Para César y Pompeyo las tierras hispanas eran una formidable fuente de ingresos para sus campañas, aunque las
posibilidades económicas de la Península para abastecer los ejércitos romanos eran limitadas.
Derrotados los pompeyanos en África, la última esperanza de los pompeyanos era Hispania, y a allí se dirigieron comandados por Cneo Pompeyo, quien tras conquistar las Baleares llegó a la Bética con el objeto de sublevarla, aprovechando que los ánimos allí estaban encendidos por la expoliación del lugarteniente de César. César, en una rápida y decisiva acción, se presentó de sorpresa en Hispania.
El el 17 de marzo del 45 a.C. se dio la batalla de Munda, localizada entre las comarcas de Écija, Osuna, Estepa y Montilla. En un principio, César sufrió una derrota, pero al fin pudo inclinar la balanza en su favor, combatiendo personalmente en medio de sus soldados. Tras la victoria sobre los pompeyanos al mando de Tito Labieno y los hijos del difunto Pompeyo el Grande, Cneo y Sexto, César confesaría que siempre había combatido por la gloria, pero que en Munda había tenido que luchar por su vida.
Esta batalla constituye el último enfrentamiento de la segunda guerra civil romana entre César y Pompeyo. Con el triunfo de Munda la República había desaparecido. Su victoria sin paliativos en Hispania fue determinante para la carrera política de César y le permitió regresar a Roma para ser investido como dictador perpetuo.
En Roma César buscó la instauración de un régimen nuevo, el Imperio, un sistema político flexible que le permitía gobernar como imperator o jefe supremo de los ejércitos, cónsul por diez años y dictador perpetuo. El Senado y las magistraturas quedaban sometidas a su arbitrio.
Un año más tarde, en el 44 a.C., Julio César sería asesinado a las puertas del Senado de Roma, en una conspiración alentada por el partido republicano, y su sobrino-nieto (nieto de una hermana) Cayo Julio César Octaviano, tras una breve lucha por el poder contra Marco Antonio, fue nombrado cónsul para, posteriormente, ir acumulando poderes que
finalmente conducirían a la agonizante república romana hasta el Imperio.
(Las guerras civiles romanas en Hispania)
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