Roma envió al cónsul Quinto Cecilio Metelo (143 a. C., procónsul el 142 a. C.), vencedor del Falso Filipo, al mando de 40 000 soldados, que empieza la pacificación de la celtiberia con la toma de varias ciudades, como Nertobriga, con la que habían sido firmados pactos de amistad con anterioridad. Cercó a Numancia, pero no pudo ocuparla, y ante los ataques de los numantinos pasó el invierno en su campamento.
El sucesor de Metelo en el 141 a. C. fue el cónsul Quinto Pompeyo, que llegó con un ejército de 30 000 soldados de infantería y 2000 jinetes. Como fue derrotado a diario por los numantinos, se dirigió contra Termancia al considerar que era una tarea más fácil, donde fue de nuevo vencido con graves pérdidas de soldados y víveres. Temeroso de que fuera llamado para rendir cuentas ante el Senado, entabló negociaciones de paz con los numantinos, llegando a un acuerdo antes de la llegada de sucesor en el 139 a. C., Marco Popilio Lenas, que no aceptó el pacto por no estar aprobado por el Senado y el pueblo romano. Popilio envió embajadores a Roma para que se querellaran allí con Pompeyo. El Senado decidió continuar la guerra y no admitir el pacto firmado. Atacó a Numancia sufriendo grandes pérdidas de vidas en su ejército y continuó con un ataque a los lusones, sin ningún resultado positivo.
El cónsul del año 137 a. C., Cayo Hostilio Mancino llegó con un ejército de 22 000 hombres, de cuestor iba Tiberio Sempronio Graco. Mancino sostuvo frecuentes enfrentamientos con los numantinos y al ser derrotado en numerosas ocasiones y propagarse el rumor de que los cántabros y vacceos venían en ayuda de Numancia, se retiró del asedio refugiándose en el antiguo campamento de Nobilior, en los alrededores de Almazán, provincia de Soria. Al verse rodeado por los numantinos, capituló. Los numantinos exigieron un tratado con paridad de derechos, (foedus aequum), negociado por Tiberio, y aunque se reconocían las conquistas anteriores de Roma, el Senado lo consideró el tratado más vergonzoso firmado nunca y enviaron a Emilio Lépido, cónsul de Hispania Ulterior, llamando a Mancino a juicio a Roma, al que siguieron los embajadores de Numancia. Lépido atacó a los vacceos con la excusa de que habían ayudado a los numantinos. Al enterarse el Senado, le separaron del mando y el consulado. Mancino fue obligado a entregarse personalmente a los numantinos, permaneció un día entero ante las puertas, pero no lo aceptaron por no romper el tratado firmado.
Aunque el pacto fue desestimado, Roma mantuvo un armisticio real durante tres años. Entre el 137 y el 135 a. C. ni Emilio Lépido ni Lucio Furio Filo ni Quinto Calpurnio Pisón reanudaron la guerra.
Pero en el 134 a. C., a instancias del pueblo romano y gracias a un procedimiento jurídico extraordinario. obtuvo de nuevo un mando consular Escipión Emiliano, el destructor de Cartago, sin que hubieran transcurrido los diez años de intervalo que marcaba la ley. Decidido a continuar la lucha y ante la prohibición de nuevas levas, formó una cohorte de amigos, cohors amicorum, de unos 4000 hombres, entre lo que se encontraban personalidades tan destacadas como Cayo Mario, Polibio o Yugurta, nieto de Massinisa. A su llegada a la península ibérica reorganizó y disciplinó a las tropas que se hallaban en las provincias, tropas totalmente desmoralizadas por las continuas derrotas ante los enemigos. Durante el verano, saqueó las tierras de los vacceos para que no ayudaran a los numantinos, y en la primavera del 133 a. C. inició el definitivo asedio de Numancia con un ejército de cerca de 60 000 hombres. Rodeó la ciudad con siete campamentos, fosos y torres de vigilancia y cortó el Duero para que los sitiados no pudieran recibir ayuda. Los intentos de eludir el cerco o las peticiones de ayuda a otras ciudades de los celtíberos fueron infructuosos. Retógenes el Caraunio sobrepasó el cerco, pero sólo recibió la ayuda de los jóvenes de la ciudad de Lutia. Enterado Escipión a través de los ancianos de la ciudad, cercó a Lutia y cortó las manos a 400 jóvenes. Ante la precaria situación, los numantinos enviaron embajadores ante el general romano, al mando de Avaros, para interesarse por la forma de llegar a un compromiso, sin ningún resultado. La ciudad arévaca fue reducida por hambre y los supervivientes o se suicidaron o fueron reducidos a la esclavitud, quedando deshabitada hasta comienzos del Imperio. Su destrucción puso fin a las guerras celtíberas y aunque hubo otras rebeliones en el siglo I a. C. (guerras sertorianas, guerra cimbria), nunca volvieron, como pueblo, a inquietar a los romanos.
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